La danza de las hojas que caen es la danza de la muerte.
Aída Cartagena Portalatín
I.
Desde pequeño, le maravillaba la naturaleza, el campo, el lugar donde vivía.
No había, para él, mejor sensación que descubrir los secretos de la tierra, como la vez aquella en la que, estando en su casa, metió la mano en una cesta llena de ciruelas dulces y se encontró con que ya estaban podridas. En lugar de tirarlas todas, su padre lo obligó a quitarles la pulpa, secar los huesos y plantarlos en una esquina de la huerta para que se regaran con las próximas lluvias. Era él muy niño entonces, apenas tendría unos cuatro o cinco años, e ignoraba lo que podría resultar de tales experimentos, pero lo hizo. Al cabo de un tiempo, en el lugar donde había enterrado las semillas, además de un pasto abundante y filoso, brotaron también tallos diminutos que, con el tiempo, fueron creciendo y engrosándose, echando al aire ramitas y hojas que él reconocía por la forma.
“Son tus ciruelos”, dijo su papá, “y el fruto, como vino de esas ciruelas empalagosas, será igual de dulce que ellas”.
II.
A partir de entonces, cada tarde, durante la cosecha, se sentaba a ver crecer sus ciruelos. El árbol que había dado los frutos de los cuales había obtenido la semilla no estaba con ellos, sino más arriba, en un rincón alejado de la huerta, que daba a una barranca. Lo habían encontrado, él y su padre, cierta tarde al rodear el tecorral que cercaba su terreno. Nadie supo quién lo había sembrado, pero no era difícil imaginarlo: en el campo, las semillas crecen, arrojadas del modo que sea por animales o humanos. Él intentó treparse y su padre lo azotó por intentarlo. Le recordó que las ramas de aquellos árboles suelen ser engañosas, harto quebradizas, y le hizo jurar que no lo haría más, así que, por un tiempo, dejó de hacerlo.
De cualquier modo, era inútil: las primeras lluvias estaban llegando y, con ellas, la fruta no servía más: se picaba desde las ramas, caía al suelo y se pudría en el piso, llenándose de gusanos.
III.
Así, como nacieron las ciruelas, nació también su hermana pequeña.
Nunca pudo recordar con exactitud la tarde del milagro, porque cuando volvió del campo con su padre, ella ya estaba allí, recargada en el regazo de la madre, prendida a sus tetas y succionando de ellas con una desesperación que provocaba el ahogo. Mamá y papá se besaron largamente y luego le dijeron que se había convertido, de pronto, en el hermano mayor.
Él miró con horror a su madre; la imaginó entonces como uno de esos surcos de tierra de los que brotaban las milpas. Les preguntó a ambos cómo había sido posible eso, qué hueso humano habría tenido que comerse ella para que, de sus entrañas, surgiera ese fruto maldito; si acaso era posible que algo naciera también de él por la misma razón. Sus padres se rieron. “Estás muy chico todavía pa’ saber cómo se hacen los chamacos, pero no. Ella creció aquí mismo, la planteé en el patio”, le dijo su madre, riéndose, y su padre, con las mejillas coloradas, asintió.
IV.
Debía protegerla, aunque no quisiera hacerlo; ser su criado y nunca irse demasiado lejos por si algo se necesitaba. Los primeros meses luego del nacimiento fueron para él un martirio. Su hermana lo hacía quedar en casa, apartándolo de la huerta y del olor a tierra mojada después de las lluvias. Luego, cuando la nena creció y a él le correspondía jugar con ella, se volvió un poco más tolerable. Lo único malo es que la pequeña no quería separarse nunca de su lado, y eso lo desesperaba.
Entonces llegó la tarde maldita en que, pensando en divertirse juntos, la llevó, a escondidas, a la huerta.
V.
Todo sucedió muy rápido. El accidente fue resultado de una acumulación de situaciones que, al cabo, resultaron en tragedia.
De pronto, sin saber muy bien cómo, el ansia de ciruelas dulces le llenó la boca. La advertencia de su padre se había borrado de su mente y los árboles que él mismo había plantado no acababan de dar sus frutos rojos y maduros. Decidió entonces ir al árbol principal, el que estaba más arriba junto al tecorral.
Lo demás fue sencillo: cargar a la pequeña, pedirle que le trajera los frutos más maduros que pudiera, mientras él le sujetaba la cintura con sus brazos levantados en el aire. De pronto, el cansancio y el calor excesivo del sol le produjeron mareos. Él se apoyó en una rama frágil que se quebró de pronto y abrió las manos, asustado. La niña resbaló de sus brazos, del árbol, y cayó más abajo, entre las piedras del barranco.
V.
Aún de viejo, recordaba a veces el sonido que el pequeño cráneo había producido al chocar con las rocas: como el de una sandía partiéndose en el piso con violencia. Lo demás, el miedo y la horda de pensamientos que le invadieron en ese momento, se fue perdiendo con los años.
Pero siempre supo por qué tomó la decisión de entonces.
VI.
Las herramientas de papá estaban envueltas en una lona y tapados por unos troncos junto al tecorral. Ubicó, de pronto, la parte del suelo con la tierra más blanda, allí donde estaban sus ciruelos, y comenzó a excavar.
VII.
Atravesó solo el horror de decirle a sus padres que no encontraba a su hermana, que la había perdido de vista un momento y que, sin saber cómo, ya no la encontraba.
Recordaría por siempre esto:
Los gritos de mamá por todo el pueblo, pidiéndole a los vecinos que le avisaran si la habían visto por ahí, si la habían oído, lo que fuera.
A papá buscándola por el campo, acompañado de esos otros señores que subían desde el pueblo y que, en aquel entonces, parecían más unidos que nunca.
El dolor de los azotes en la cara hasta sacarle sangre, hasta desvanecerlo en la inconsciencia. La mano velluda que sujetaba el palo.
VIII.
La esperanza en su pequeño experimento.
Si del hueso seco de un ciruelo crecía un árbol, era lógico entonces que, de los huesos tiernos de su hermana creciera, por lo tanto, otra hermana.
Mamá lo había dicho: “La planté en el patio”.
IX.
A veces, durante las cosechas de los años siguientes, se acostaba con el oído directo hacia la tierra y se imaginaba escuchando el festín de los animales del campo: las ratas, las víboras y los gusanos, al reventar la carne y pelar el hueso. Era cuestión de esperar.
X.
Pero el tiempo pasaba. La siembra anual se rotaba y ella no aparecía. Ninguna raíz nacía de la tierra donde fue sembrado su cadáver; de sus huesos, ya limpios, no emergían ni un cabello, ni un par de dedos pequeñitos, ni un diente de leche que indicara el futuro crecimiento de un cuerpo. Nada.
XI.
Alguna vez, entre la siembra y el primer abono, se atrevió a remover la tierra de un solo surco para ver si podía presenciar el momento en que, por fin, una de las semillas se abriera a la vida y emergiera de ella algo nuevo. Pero papá lo descubrió y le golpeó en la cara por haber malogrado esa línea.
“¡Nada que ande naciendo de una semilla tiene que desenterrarse!, ¿pos qué no sabes eso, chamaco pendejo?”
Lo supo entonces: tendría que esperar. Se resignó a hacerlo.
XII.
Sabía, por experiencia, que hay ciertos árboles que tardan años en crecer. Sus propios ciruelos parecían haber tardado una eternidad en dar las primeras muestras. Pero nadie quiso ya recoger el fruto maduro y las ciruelas endulzaron, con sus restos pegajosos, la esquina maldita del terreno.
XIII.
Un cuerpo no es un árbol. Un árbol solo tiene ramitas y hojas. Un cuerpo tiene tejidos, órganos, sistemas enteros. Esa debía ser la razón por la que tardaba tanto en eclosionar.
XIV.
Los años pasaron. El cuerpo de sus padres se marchitó y, al cabo, terminó por secarse.
Mamá murió gritando de dolor por no haber descubierto nunca el paradero de su hija; papá, sumido en un mutismo de años, murió con una sombra en los ojos.
Ninguno de ellos volvió a sembrar más hijos en el patio. Él heredó el huerto.
Jamás se casó. No volvió a hablar con nadie, más que para pedir cosas, y a veces, lo hacía por señas.
XV.
Llegó la modernidad al pueblo. Algo llamado electricidad que permitía ver por las noches sin necesidad de candil. Llegó también la televisión. Comenzó a escucharse, por las calles, el ruido de los motores de los primeros autos que la gente por fin podía comprarse.
Volvieron las primeras lluvias, al principio suaves, como un recordatorio amable de la tierra, para que los hombres volvieran al campo a sembrar el sustento; para esclavizarlos, de nuevo, un año más.
XVI.
Cayó la tormenta y la noche.
Él casi se había olvidado de todo.
Bajó los escalones y creyó ver, en el hueco diminuto de la ventana de su casa, un ojo conocido que le sonreía desde la penumbra.
Su hermana era una niña todavía, le faltaba madurar, pero había vuelto y quería, nuevamente, jugar con él. Tuvo que confesarle, con algo de pena, que había olvidado cómo hacerlo, que era, además, demasiado viejo. Ella no se lamentó: le dijo que no importaba, que le enseñaría de nuevo. Era más divertido ahora, que podía mirar bajo la tierra (¿eso había dicho? A él le pareció oír la palabra “morir”, pero no quiso aclararlo).
XVII.
No era su hermana, estrictamente hablando, pero él sabía que provenía de ella: de los mismos huesos que se había encargado de sembrar en la esquina del huerto.
Lo supo en el mismo momento que abrió la puerta y la vio por entero: llevaba en las manos un puñado de ciruelas dulces, un poco mordidas por los gusanos.
Imagen tomada de Universidad de Chile
| Humberto Mendoza (Palmillas, México, 1994). Diseñador gráfico y filólogo. Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Ha complementado su formación literaria a través de diversos cursos y talleres, tanto presenciales como en línea. Fue ganador del concurso literario “¿Quién anda ahí?” (2023), convocado por la revista electrónica Verso Inefable, y del concurso “La Muñeca Embrujada” (2014), convocado por Librería El Péndulo y editorial Almadía. Actualmente, escribe para la revista Rúbrica, de Radio UNAM. Ha publicado en Letras y Demonios, Letralia, Tierra de Letras, El ojo Uk, Rúbrica y Librópolis. Sus intereses y temas se centran en el horror, la ciencia ficción, el patinaje, la fotografía y el cine. |
